- Primero. Saber lo que les pasa por dentro. Comprender cómo la inseguridad y el miedo influyen en su comportamiento. Desarrollar un vocabulario emocional sólido con el que puedan comunicarse con el resto.
- Segundo. Identificar los sentimientos de los demás para aprender a ponerse en su lugar. El desarrollo de la empatía permite construir una sociedad cohesiva.
- Tercero. Aprender a gestionar las emociones básicas y universales. Son intangibles, pero son el único activo con el que se viene al mundo.
- Cuarto. Diseñar, ejecutar y evaluar soluciones responsables a los problemas, y no adoptar posicionamientos dogmáticos, que no se han podido o querido comprobar.
- Quinto. Resolver conflictos para mantener relaciones sosegadas con los demás. Rechazar aquellas decisiones que impliquen violencia o agresión.
Distintas pruebas científicas demuestran que los niños educados con prácticas afines a estos criterios son más felices, confían más en sí mismos y son más competentes social y emocionalmente. Además, resulta que una buena educación social y emocional también mejoraría nuestros maltrechos resultados académicos.
¿A qué estamos esperando, pues, para impartir aquellos rudimentos científicos que ilustren sobre la naturaleza y la gestión de las emociones básicas y universales, en lugar de los valores, ya sean de derechas o de izquierdas? Antes de atisbar la vida eterna o los valores de la democracia –todo llegará–, la infancia necesita calibrar el impacto insospechado del desprecio, controlar la ira o comprender los mecanismos para ponerse en el lugar del otro.
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